Tienes que crecer pronto, niña, estos pies hinchados no pueden caminar sin que los guíen tus ojos. Este cuerpo manchado por la desdicha no puede sino sufrir la tristeza de esta oscuridad carmesí.
Te envidio, hija. Cuando crezcas olvidarás esa imagen de tu madre colgada de aquella baranda. Tampoco recordarás esta huida en brazos y trastumbos, ni esta noche que se fragua en el cuenco de mis ojos.
Para mí el destino es otro: las cicatrices de mis pies serán como heridas siempre nuevas, los oídos un canal lastimero y mis ojos la oquedad siniestra en la que habita el cuerpo de ella oscilando.
Tú eres mi hija, témeme. Si pude matar a mi padre con mis propias manos puedo hacer lo que sea contigo.
Tú eres mi hermana, témeme. Si pude copular con mi madre para engendrarte puedo hacer lo que sea contigo.
Aunque debes saber que todo eso lo hice en la ignorancia, en la ceguera absoluta del alma; por eso el castigo, por eso me saqué los ojos y me fui contigo de Tebas porque me quema la culpa.
Tú serás mis ojos cuando crezcas, cuando tengas edad para guiarme, Antígona.
Pero témeme, hermana, cuídate de Edipo, hija, que una vez que cruzas no se sabe hasta dónde te lleva el destino.