Éramos dioses, seres orgullosos llenos de vanidad. Todos dotados de un poder tan grande y abrumador que terminamos como mortales, enfrentados a la propia furia de nuestra impotencia. Y es que nos dijeron al nacer que seríamos sólo dioses.
Nos fue ofrecido y dado el miedo de los hombres, eso éramos, dioses sometidos al miedo, a la fuerza ilimitada del débil que se declara mártir.
Sí, éramos dioses, tan libres como los hombres, tan siniestros, tan predecibles, tan llenos de instintos y deseos.
Yo sabía que no duraría demasiado la memoria, que entre estas cuatro paredes olvidaría lo que soy. Por eso me fui a buscarla, ese último acto de deidad me mantendría vivo entre los vivos, loco entre los locos, dios entre dioses.
Llegué agitado al Olimpo y le pregunté a Charly por la Medusa; me respondió que estaba con un cliente. Furioso la esperé sentado en la barra, en donde al mismo tiempo que bebía acariciaba con placer la pistola que llevaba en la bolsa. De pronto la vi bajar sonriente, tan sonriente que no lo pude soportar.
Me levanté y caminé hacia ella. En cuanto me vio supo que iba a matarla. No intentó huir, se paró derechita y dirigió su mirada al cañón de la pistola.
Una bala, sólo una bala y supimos los dos que nuestro destino había sido consumado.