Mis papás eran dos seres raros de ideas descabelladas. Por ejemplo, solían usar zancos en lugar de escaleras, invitar a los vecinos a fiestas de disfraces y pescar sólo para soltar los peces. Una de esas ideas me involucraba: fue a partir de mi primer cumpleaños que comenzaron a encargar retratos de mí a Don Óscar, un pintor que conocieron en su luna de miel a bordo de un barco pesquero.
El venerable anciano era un virtuoso, simplemente llegaba y me decía que me no me moviera. Yo lo intentaba, pero la verdad era un chico muy inquieto. A pesar de eso siempre lograba captar mi rostro de una manera perfecta, casi hiperrealista, y eso que no utilizaba una foto de referencia como hacen muchos. Ahí se fue formando la historia de mi rostro hasta pasados mis veinte años.
Cuando terminé la carrera me ofrecieron un empleo en otra ciudad y allá me casé e hice mi vida. Regresaba esporádicamente y no volví a ver al artista de ojos profundos. Cuando mi padre falleció, regresé por un periodo más largo que de costumbre.
Vi un retrato nuevo entre todos los anteriores, hecho esta vez a partir de una foto, según me explicó mi madre. Aunque nunca le gustó usar fotos la encargaron para ayudarle, pues estaba mal de salud y en una situación económica deplorable. Y no, no tenía el encanto de las demás, le faltaba vida.
—No dudo que cualquier día de estos suene el teléfono y nos avisen que ha muerto —dijo mamá.
En esa semana hice los preparativos para llevármela a vivir conmigo y mi familia, empacar sus cosas, vender lo que no servía, poner en venta la casa con una inmobiliaria y todos esos detalles que uno ni se imagina.
Una mañana al entrar a la sala me di cuenta de que los lienzos habían quedado totalmente en blanco. El único que permanecía era el último. No tenía caso alarmar a mi madre con este tipo de cosas, así que de inmediato puse en cajas los cuadros en blanco. Sólo me limité a esperar la llamada acerca de Don Óscar.