La primera vez que Rosendo Laimón devoró a un ser vivo fue después de haber sentido un coraje inconmensurable pero muy natural, tan brutal y ligero como si hubiera despedazado un pollo frito.
Después de cenar y dejar a medias la taza de café que durante horas intentaba tomar, salió de casa como lo hacía cada lunes. Sin embargo, ese era un lunes diferente. Desde que puso el pie derecho fuera de la cama sintió un sabor rancio en la boca y escuchó con claridad –y casi con molestia, de tan perceptible– la música que su vecino sintonizaba en el radio. Era una estúpida canción que hablaba de los días con sol y nubes.
Así que Rosendo, al salir de la casa, lo primero que hizo fue mirar al cielo y notar que ni sol ni nubes lo cubrían y eso lo hizo sonreír. Al contrario, una luna llena se prendía frente a sus ojos y toda la ciudad. Pensó que si esa noche el alumbrado urbano estuviera apagado esa luna sería suficiente para velar todas las calles.
Fue entonces cuando Rosendo volvió a escuchar esa canción. Sin más, las piernas, los brazos, las manos comenzaron a temblarle. Un calor asfixiante lo devoró por dentro y un deseo enfermo por hacer callar esa estúpida canción se volvía incontrolable. Acto seguido, aquel que fue su vecino durante 30 años vio tocar a su puerta a un hombre con aspecto más de perro que de ser humano. Fue justo cuando la radio expulsaba un “sol y nubes para ti” cuando unas garras le arrancaban la cabeza, como si fuera un pollo frito.