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El día que la fatalidad nos congeló

Aquella vez estábamos sentados en la escalera y por la ventana entraba un chiflón que nos hizo abrazarnos para no sentir frío, pues no traíamos nada con qué taparnos.

No era invierno y, sin embargo, el viento soplaba cerrando a golpes las puertas; todos empezaron a meterse a sus casas y a prender el calentador. De nada sirvió porque a los pocos segundos una ráfaga de viento inesperada apagó la luz. No teníamos electricidad y la estufa tampoco prendía; los pilotos se apagaron y, como si se hubiera acabado el gas, de pronto tampoco teníamos fuego.

Nadie quería salir a ver qué pasaba, pero nosotros no teníamos a dónde ir. La puerta se había cerrado dejándonos sin llaves. Salimos a la calle y el resto de la ciudad estaba congelada y vacía. Ese fue el día en que no volvimos a ver el sol, ni un rayo; el Señor Patético se lo había comido todo en un arranque de furia y desencantamiento.

No podía hablar, pues el fuego estaba comiéndoselo por dentro y, poco a poco, como un cubo de hielo sobre el sartén, se estaba derritiendo. Gotas gigantes caían sobre los edificios convirtiéndolos en grandes esculturas de cristal. Patético lloraba y se lamentaba, con gemidos que sonaban a huracán.

Nos miramos, sin dejar de abrazarnos; faltaban pocas horas para que termináramos congelados como el resto. Queríamos llorar pero nuestras lágrimas eran en vano; cada que una salía por la orilla del ojo se convertía en una minúscula piedra de hielo con sabor a sal.

Volteamos al cielo y Patético no echó un rayo de arrepentimiento, y de sus labios morados salió un triste adiós. Nos fundimos en un beso eterno, nuestra saliva se convirtió en escarcha y en el último parpadeo nos quedamos petrificados en medio de la calle…

En un mundo donde el amor y lo patético flotan, en un mundo donde la tragedia siempre se introduce por la fuerza, siempre hay prólogos.

Y a la larga, la fatalidad también flota.

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Escritora. Bruja de oficio, cocinera de palabras por accidente. Cambio de color todo el tiempo porque no me gusta el gris, un poco sí el negro, pero nada como un puñado de crayolas para ponerle matiz al papel. A veces escribo porque no sé cómo más decir las cosas, a veces pinto porque no sé como escribir lo que estoy pensando, pero siempre o casi siempre me visto de algún modo especial para despistar al enemigo. Me gusta hablar y aunque no me gusta mucho la gente, siempre encuentro algún modo de pasar bien el tiempo rodeada de toda clase de especies. El trabajo me apasiona, los lápices de madera No. 2 también; conocer lugares me fascina y comer rico me pone muy feliz. Vivo de las palabras, del Internet y de levantarme todas las mañanas para seguir una rutina que espero algún día pueda romper para irme a vivir a la playa, tomar bloody marys con sombrillita y ponerme al sol hasta que me arda la conciencia. Por el momento vivo enamorada y no conozco otro lugar mejor. El latte caliente, una caja de camellos, una coca cola fría por la tarde, si se puede coca cola todo el día, y un beso antes de dormir son mi receta favorita para sonreír cuando incluso el color más brillante se ve gris. La Avinchuela mágica.
Ilustradora. Mujer a la que le cuesta trabajo describirse en pocas palabras, pero que en un intento de ello podría decir que es mitad mariposa, mitad escorpión. Buscadora incansable del placer de vivir, cazadora de sombras, recolectora de cristales, espía de ventanas, coleccionista de reflejos, soñadora, viajera, filósofa y psicoloca frustrada, apasionada, sensible ante cualquier estímulo, observadora compulsiva, amante del amor, de la humanidad, de las bellas artes, del erotismo, del conocimiento, de la naturaleza, de cualquier cosa que despierte su asombro y creatividad. Cree en la humanidad y en el arte como productor de conciencia social. Canta, dibuja, escribe y toma fotos para sentirse más viva.
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