Francis Ford Coppola marcó mi infancia con su versión fílmica de Drácula: el príncipe, el empalador, el fantasma transgresor de doncellas. Desde entonces me perturbó la idea de ser poseída por algo sobrenatural, lo que fuera.
Pasaron los años. Te conocí.
Llegaste a mi posada una noche. Algo tenías de siniestro que no hubiera sido extraño que te parecieras a Bela Lugosi o Lon Chaney Jr. Imaginé una de esas escenas en las que un hombre solitario pide una habitación y paga dos meses por adelantado. Luego, un trueno vibró en las paredes. Te entregué las llaves del cuarto y me susurraste las buenas noches al oído.
Supe que irías por mí tras la desaparición del último huésped, y no me equivoqué. Para que ocurriera algo entre tú y yo, primero tenías que deshacerte de todos los testigos posibles y como los detectives me habían dejado al cuidado de un solo policía, entonces sería fácil.
El día que hubo luna llena bajaste enloquecido, te fuiste sobre mi protector y yo grité horrorizada como la dama en peligro que nunca fui.
Comenzó a llover, corrí hacia los jardines y tropecé mientras huía. Nuestra historia de horror casi llegó a la perfección cuando me perdí en un laberinto de arbustos.
Lograste acorralarme después de jugar a las escondidas.
Me desgarraste el vestido.
Nos precedieron los gruñidos y las arcadas y mis piernas extendidas al límite máximo.
En ese momento llegué a creer que tu perversidad provenía de la licantropía, pero sólo resultaste ser un hombre corpulento, visceral y velludo.
Una decepción. El ocaso de mi fantasía.