Llevaba las monedas apretadas en la mano sintiendo, oliendo, saboreando casi ese metal, ese olor insufrible de la moneda vieja que además no se borra, no se va, pero no importaba; el sudor que diluía la moneda en su mano blanca y tiesa no importaba, sus zapatos pletóricos de agua que estornudaban a cada paso no importaban, el vestido hecho excrementos, rasgado y deshonrado no importaba, la sangre en la rodilla no importaba, porque no iba a llegar. De cualquier manera y de alguna en específico, no iba a llegar al bus.
Se cambió las monedas de mano y aceleró el paso intensificando así el choque con la lluvia, con los hombros, pies y bolsos de los otros peatones; sacudió paraguas y generó insultos, y entendió que debía intentarlo. Debía jugársela. Miró para atrás por segunda vez.
Notó que iba perdiéndolo, que él también tropezaba, que los paraguas la lluvia y la gente iban disolviéndolo y un grito de ilusión se ahogó en su garganta pese a que ya le había perdido la fe a la esperanza. Contó las monedas mientras se las pasaba de mano, y cruzó una calle con pequeños saltitos de ciervo, con los ojos fijos en el bus estacionado al frente de la calle y, sorpresa malévola del destino, se lo encontró de frente en la acera: amenazador, animal, mojado y palpitante.
—¡Te di mi corazón, te regalé mi vida, te vendí mi alma maldita zorra! ¡¿Y así es como me pagás?!
Absolutamente todas las monedas dieron contra su cara. La que sonó una cuadra a la redonda fue la que le despicó el diente. Así fue como le pagó.