Los aldeanos de Darvaza me contaron que aquí es donde termina la vida. Que fue el Diablo quien ahuyentó a los geólogos que realizaban la excavación petrolera tras lanzarles bolas de fuego desde la oscuridad. Que el Rey de los círculos infernales sabría que nadie se atrevería a descender –ni siquiera los suicidas– porque la combustión sería horrorosa.
«Este hueco lleva ardiendo desde 1971», me dijo el anciano que se ofreció a ser mi guía para conocer el cráter. «¿Usted cree que el equipo de profesionales que vino aquí era tan ingenuo como para subestimar que había toneladas de gas venenoso ahí adentro? Ellos, los lugareños, creen que fue el Diablo porque el gobierno ruso se encargó de hacérselos creer. Yo dirigí al ejército por muchos años y sé de las cosas que los altos mandos ordenan callar para la gente. Ellos sabían que el secreto que vinieron a desaparecer sería fácil de encubrir para un pueblo menor a 300 personas. La ignorancia, mi amigo, es más destructiva que el fuego».
El calor aumentaba conforme nos acercábamos al cráter. También vi que miles de arañas, o quizás más, caminaban con nosotros hacia el fuego.
Dudé de mi fe en Dios como dudé de mí y de los actos que me trajeron a este lugar.
Quizás sí fue obra del Diablo porque no hubiera esperado ver en tierra de nadie un hueco tan ardiente y tremebundo en medio del desierto.
El anciano me miró con un resplandor verde en sus pupilas y de su sonrisa se asomaron los dientes de una bestia. «Los peores infiernos son creados por el hombre, ¿no lo cree?». Su cuerpo encorvado se engrandeció tornándose escamoso y rojo. Me apretó el brazo derecho, que comenzó a sangrar al clavarme sus uñas.
Saltó hacia el abismo arrastrándome con él y las arañas y las ánimas del mundo que al anochecer se arremolinarían en el pozo de aquella región olvidada. Nadie me extrañaría, lo supe. Al menos no los padres de los niños que querían lincharme hace una semana. Me hicieron abandonar mi iglesia y yo corrí, como si fuera el mismo Diablo el que me perseguía cuando la crueldad siempre fui yo.
Me resigné al sentir el abrazo de las llamas.
Caí.
Esta caverna ha sido y será mi único confesionario.