Ahí los veía venir, ahí venían todos, todos esos recuerdos que se encontraban su escondrijo entre las manadas de tonterías del diario. Y ahí venían y los veía venir, apuntando justo a la frente, porque sabían que por ahí entraban y podían merodear hasta bajarle a los hombros y escurrírsele a la espalda y el pecho. Y ahí se quedaban hasta que le empañaban los pulmones. Ahí los guarda ahora Magdalenita, ahí los guarda, y no lo sabe.
Porque aquella muchachita le habrá quebrado hasta los huesos de tanto hacerla llorar y tanto dejarla sola, pero los recuerdos encontraron su camino y rellenaron las fisuras como cal finita. Ahora se hacen viejos y se resecan y se vuelven rencor, y entonces la muchachita se desdibuja, duele aquí y allá, cansa, pesa, pero también se endurece.
Esos huesos duros, los de Magdalenita, ahora se reconocen fácil: les saltan las cicatrices como peñascos en el monte. Ahí se les ve en ese lago de osamentas, junto a ese incendio horroroso. Esa es Magdalenita, nítida como ninguna, aunque comparta la poza con los demás descascarados.