Un fragmento de Eulalio se fue a uno de los infiernos. Era un infierno errante que solía vagar y succionar esos pedazos pecaminosos de un alma justo cuando esta era elevada al Cielo. Sólo lo podía ver cuando cerraba los ojos: fuego, desolación, los diferentes tormentos a su espíritu, aunque sentía todo siempre.
Al sexto día lo mandaron llamar a juicio ante todo el universo. Le dijeron que había una oportunidad de salir, o de ser enviado al purgatorio unos cuantos milenios.
Fue inútil. Los escrutadores, unos enormes ojos que lo asediaban con las mismas sentencias, le daban la justa dimensión a sus pecados y le aplicaban castigos cada vez más dolorosos. Cada seis días era llamado a un nuevo juicio y cada vez el fallo era negativo.
Trató de purificarse de muchas maneras, estuvo preguntando en el Cielo a las otras almas si sabían algo de su situación. Nadie sabía nada de infiernos ni tormentos ni de esas cosas de pecadores. Se alejaban de él al ver en sus ojos imágenes extrañas.
Muchos sextos días más tarde escuchó con atención las voces inaudibles de los ojos, voces hechas de otra cosa que no era sonido. Alcanzó a distinguir entre los murmullos la palabra “esperanza”. Finalmente lo comprendió, esa era sólo una más —la peor— de las torturas que tendría que sufrir eternamente.