La última vez que vi a mi sobrina ella me daba la espalda, es la imagen que guardé en mi cabeza. No recuerdo mucho sobre ella, sólo que se llamaba Fabiola y que dio su vida por mí.
Yo había viajado muy lejos en busca de poderes ocultos, hacia un país misterioso. Atravesé los bosques de la confusión y llegué a las montañas del silencio en donde habitaban los Ulikanes, los brujos más poderosos del mundo. Los encontré y, después de una pequeña confusión sobre mis intenciones y todo un episodio con una trampa con serpientes venenosas y bolsas de arena, comprendieron que yo quería ser uno de ellos. Pasé por ritos iniciáticos: palabras secretas, sangre de bestias, manteca de niños sin bautizar, objetos sagrados y cantos susurrados en mi oído. En ese instante caí enfermo. Los Ulikanes me expulsaron, dijeron que yo era indigno de los dioses.
Regresé a la ciudad con una carga muy pesada en mi cuerpo. Nadie me recibió –incluso aquellos a los que les había dejado mis posesiones materiales para ir en mi búsqueda espiritual– excepto mi prima, la madre de Fabiola.
—Ahora eres el señor de la casa —me dijo en broma para hacerme sentir mejor porque los médicos me habían dado una esperanza de máximo tres meses de vida y porque su esposo las había abandonado hace años.
Una de esas noches el demonio que llevaba salió de mí. No lo vi ni lo sentí sino que fue una mezcla de ambas cosas, una especie de energía oscura y clara a la vez. Anduvo rondando por la casa un buen rato y luego regresó.
—Así que eres el señor de la casa —me decía con su intención más que con palabras que se pudieran escuchar. —Dame a la niña, déjame entrar en su cuerpo y así ya no tendrás que cargar conmigo en esta vida.
—No —le dije con el pensamiento, mas no con la suficiente fuerza.