No la dejes entrar con las tetas tan llenas de vida. ¡Mírale la cara! Esa sonrisa de fertilidad extrema me enferma. ¿No te das cuenta? Ahí está, en esa mirada dulce, la perdición de todos nosotros, la condena de la raza.
No es que la odie, es que hay que contenerla. Su vientre y lo que despierta son peligro. A ella la quiero dentro de los edificios, lapidada tras nuestros miedos y nuestras ideas. Controlada. Así sí: virgen o regenerada, arrepentida de su libertad y de su risa. Inmaculada o reparada según nuestros estándares. Así la quiero.
Que no le pase el tiempo por el cuerpo –marchitémosla por dentro hasta secarla–. Que sea nuestra: su figura, sus gustos, sus maneras de pelear, sus armas y su sentido del humor. La piel del todo de su cuerpo debe ser lisa, desde la cara hasta la vagina. Dócil y quieta, quietecita.
Entonces le daremos una pequeña victoria: podrá elegir sus regalos, pero no las maneras como le llamamos. Le dimos ya el género, el artículo «la». Pero tápale la cara con una tela fina o con maquillaje, déjamela sin poros, que crea que así es hermosa y se deje en nuestras manos.