Crecían las flores en sus axilas y se paseaba morena en la plaza de enero. Ya no creía en los hombres pero siempre les regalaba una sonrisa cuando la miraban caminar por las aceras del pueblo.
Un día decidió salir desnuda a la calle, sin dudas, sin pena, sin miedos; entonces empezaron a brotarle girasoles en los senos, nardos en los ojos, bugambilias por todo el pelo y con tanta flor apenas si alcanzaba a mirar a los hombres que babeaban como perros.
De entre las masas salió un hombre pequeñito, de esos que usan en los circos o en algunos ruedos para distraer al toro o al becerro, en su bolsillo llevaba unas bolitas de migajón. Se acercó a la mujer de las flores; sin reparo fue sacando las migajas, una por una las fue humectando con su saliva y empezó a pegárselas a la mujer por todo el cuerpo. Aquello parecía una nube floreada llena de grumos. La gente comenzó a reunirse alrededor de ella, al mismo tiempo llegaban aves y pajarracos de todos lados que aterrizaban en su Amazonas.
El jilguero fue el primero en posarse en su boca llena de tulipanes, los cenzontles picoteaban en su cuello de amapolas, los cuervos hambrientos se postraban en sus senos y desgarraban con torpeza los girasoles; su espalda era ya un recinto de canarios que llenaban sus ansias de pecas y margaritas, y más abajo los colibríes se suspendían en el aire y se intercalaban para succionar el néctar orquídea de su sexo.
Ella dejó de respirar, desnuda permaneció la piel y los hilos rojos brotaban de su cuerpo como acuarelas que se derramaban sobre la plaza de enero, salpicada ya de plumas y migajas, y de miradas de perros.