Phuyu llevaba días escondido en el bosque con el único e inexplicable propósito de reconocer todos los sonidos que los pájaros emiten cuando llega el verano. Se escondía tras los arbustos que rodeaban su casa, disfrazado de ave del campo. Era difícil separar el canto de cada ave, pues cuando un pájaro cambiaba de color también lo hacía el silbido que salía de su garganta.
Habían pasado dos semanas y Phuyu había registrado casi mil sonidos por ave; algunos ya hasta podía imitarlos, otros simplemente eran imposibles de copiar.
Para la semana tres, Phuyu había logrado entender el lenguaje y comenzó a alimentarse de bayas, lombrices y pasto. Al mes, ya sabía cantar, silbar, hablar, quejarse y usar la boca como un colibrí.
Corría entre la hierba agitando los brazos como un loco e incluso se había construido un nido. Sin embargo, había algo que Phuyu todavía no sabía hacer pero que estaba dispuesto a lograr. Durante los días siguientes empezó a recolectar plumas de todos los colores y a pegárselas en el cuerpo con sus babas.
Al acercarse el fin del verano, los pájaros comenzaron a emigrar y Phuyu –preocupado por quedarse fuera de la bandada y agobiado por la urgencia– trepó al árbol más alto del lugar, dio un grito agudo y se dejó caer, pero al momento de tirarse pensó que era imposible.
Acabó el verano, las aves se fueron y de aquel sueño sólo quedó el cuerpo de Phuyu destripado y sin plumas.
Tal vez si al momento de caer hubiera creído con todas sus fuerzas…