Saliste incólume sin que nadie te viera. Tienes la boca seca y te sabe a almendras; crece la sed, pero pesa más el cansancio. Al otro lado de la plaza, dos cuadras más adelante, te urge el beso de la regadera. Pero el mareo… y después las náuseas. No alcanzas a pensar, tan sólo entras a la pizzería.
El sol derrama sus sombras a tus pies. Hace calor; pides un vaso de agua mineral y limón. Las nubes marchan hacia el centro del cielo, pero el sol las mantiene a raya. El mantel te roza las rodillas, y sientes que las sienes tiemblan. El vaso rebosa, el hielo baila bajo sus bordes. La ansiedad se arroja sobre la mesa apenas se acerca el mesero.
Apuras el vaso, Imelda, justo cuando tu mirada se nubla y se te entumen las manos. Sientes cada trago escurriéndose, lavándote garganta y pecho. Pero ya de nada sirve. Los bordes brocados del mantel se estiran sobre tus ojos.