Siendo muy niña, la conocí. Llegaba inesperadamente y me tapaba ojos, boca, nariz y oídos, dejándome en la oscuridad, silencio y ahogo más absolutos. Era una bestia descomunal: vengativa y destructiva pero, sobre todo, siempre inesperada. Tuvo que pasar mucho tiempo para que aprendiera a detectar su presencia. Poco a poco empecé a notar detalles mínimos que antes no lograba ver pero que daban indicios de su amenaza. La maldita bestia me tuvo cautiva de un miedo atroz durante muchos años, pero sin que ella se percatara la observé detenidamente memorizando sus movimientos. Un día decidí enfrentarla, la esperé con todos mis sentidos preparados para la batalla. Así, cuando quiso sorprenderme, la tomé por sus enormes colmillos y la zarandeé con todas mis fuerzas. Después le até una gruesa soga alrededor del cuello y me subí en su lomo, hincándole las espuelas en sus costados. Me sangraron un poco las manos y se me quemaron las palmas, pero a pesar del dolor y heridas que la soga me causaba no la solté hasta que empecé a notar su cansancio; luego la amarré a un poste de cemento en el sótano. En ocasiones, aunque muy pocas, bajo de puntillas hasta ahí y la miro adormilada. No come, no bebe, y sin embargo se mantiene viva. Lo malo fue que me confié, no supe cómo ni cuándo se desató… Y ahora estoy aquí, tras las rejas, en donde permaneceré por veinte largos años acusada de homicidio. La soga debió pudrirse…
