Se los he advertido mil veces y mil me han ignorado. Sí, yo hice lo mismo cuando me lo dijeron la primera vez. Luego la cosa fue más clara. Yo no quería creer porque… ¡Vamos!, nadie muere por un sombrero. Pero la persona que me lo dijo murió de eso. Era un señor viejo y con pinta de loco. Me dijo: es muy tarde para ti, ya traes sombrero. Y se desplomó. En su frente había una línea delgadita y roja, como la marca de un calcetín en la pierna. Era la huella de un sombrero. Me destapé la cabeza; claro, un hombre acababa de morir frente a mí. En realidad quería sentir mi frente sin arrugas, lisa, joven. Y ahí estaba, como la marca del calcetín.
El médico llegó a declarar la hora de defunción: la muerte silenciosa, me dijo. Veo que usted usa sombrero también. La muerte silenciosa.
Resulta pues que le llega a quien use sombrero. No hay forma de predecir el momento exacto, pero basta que te pongas un sombrero un par de horas para que estés engordando las listas de este mal. No hay síntomas, sólo señales aisladas; quitan el frío de la cabeza porque algo provocan en la presión arterial, es indetectable, pero pasa. Alguna vez se sospechó algo al respecto y por eso aumentó la producción de gorros tejidos. Pero nunca se pudo comprobar.
Traté de detenerlo, ser un pionero de la cura y robé todos los que pude. Los eché lejos en un lote baldío y los velaba cada noche. «Ese es el ladrón». Escuché el grito y tras él brazos sujetándome. Les expliqué. Me soltaron. No les di la ubicación de mi virus en cuarentena. Los velo cada noche. Cada sombrero fue una cabeza. Es mi cementerio.