Ayer soñé con la misma ventana, la misma puerta y la misma cama. Blanca, roja y negra, respectivamente. Primero la cama entraba por la puerta y la ventana se recostaba plácidamente formando con sus ángulos la constelación de Capricornio. En unos segundos todas las estrellas de noviembre entraban por la puerta y se posaban en el cuarto entero siempre atentas a la mirada de la mujer de la nieve, pues al más mínimo movimiento de ella se podían provocar implosiones y levantes estelares.
Cometas y gases se asomaban por los resquicios entre la ventana y la cama, solicitando pasar a la mujer de la nieve que desde la resistencia del foco de mi cuarto, primero, y frente al espejo que da al recibidor, después, orquestaba con la mirada a cada astro de luz y sombra.
La intención era simple y definida: preparar el clima que los hombres recibirían al llegar el invierno. Unos defendían a las plantas de verano y otros sugerían un frío cruento tan necesario para los polos y sus habitantes. La mujer de la nieve, siempre ecuánime dijo: “De ser débil nuestro temporal nadie nos respetaría, y el calor y las costas siempre altaneros recibirían su tributo como cada año pero nosotros no. A nosotros nadie nos aprecia, pues no entienden que es en mis bolsillos que se gestan las bestias más temibles y el hombre aprende a sobrevivir, a luchar y prevenir”.
Así se pactó y las constelaciones regresaron unas por la puerta, otras por la ventana y otras se quedaron a descansar en la cama. Contentas, inconformes y tranquilas, respectivamente.