Caída desde la luna, insistía en llevar el cabello largo hasta más allá de la cintura. Más largo que el aliento y aún más que los sueños que inspiraba a soñar noche tras noche. Su cabello, sólo su cabello, prometía ya una aventura insondable, incomprensible.
Como si el cabello tan largo le garantizara algo… ¿Y no era así?
La piel tan lisa como uno de esos peces que no tienen escamas; y sí, era suave, casi resbalosa de tan sedosa. Ningún dedo logra quedarse en ella y no es que no quieran, sólo no se puede. Algo le pasaba en la piel; más epi que dermis, era un repelente de cualquier superficie de contacto. Quizá por eso quien la conocía fantaseaba con ella (modelo de carne y hueso del amor platónico). Quizá lo que pasaba en realidad es que se aburría de ser tan lisa, de ser tan blanca, de ser tan inmaculada. Entonces se dejaba crecer el cabello con más ahínco y con más fuerza.
Se fue cansando de la ropa, que con una piel así requería el triple de botones que las prendas normales. Y el cabello comenzó a ser útil y la vestía. Se enredaba por su cintura, trepaba a los senos, bajaba a las piernas, trenzándose de acuerdo al clima. El suelo siempre le daba frío y se hizo de un par de sandalias con la punta del cabello que, recortado, no soportó la distancia del resto de la melena y comenzó a crecer de abajo a arriba como las plantas desafiando a la lluvia, hasta que se juntó de nuevo.
Ese día había salido a caminar justo antes de que las puntas se cerraran sobre su cuerpo. Se hizo una madeja de cabello, de hilos ligeritos hechos ovillo que con el pasar del viento no pudieron más que ceder. Y caer.