Era su piel de esas caricias que apenas se sienten alguna vez en la vida, una textura que despierta esos deseos ante los que estamos indefensos, que no pueden controlarse, que son una sentencia.
Bastó el roce clandestino, torpe y ciego, de ojos cerrados y calor vivo. El tacto fino de los dedos que descifraban los bordes perfectos de un cuerpo desdibujado, adivinando la curvatura de piel firme y suave.
Y es que no era una casualidad, ambos estaban allí porque decidieron escapar en el cuerpo del otro. Vivir el riesgo de encontrar aquello que no buscaban.
Él se acercó con las manos extendidas y se encontró con unos hombros expuestos, ella cerró los ojos y se subió a los brazos del vértigo. Dejó que la recorrieran unos dedos sin origen ni más destino que el goce. Imaginaba su cuerpo como una constelación eléctrica que viajaba al interior de todas las arterias.
No supo cuánto tiempo estuvo en ese trance, abrió los ojos en vano cuando dejó de sentir el calor sobre la piel de sus pechos. La negrura de la habitación ocultaba cualquier forma posible.
Abrió la puerta, el bar reventaba entre música y gente. Adentro, en el cuarto oscuro, se habían quedado el vértigo y esas caricias ineludibles que son una sentencia.