El primer tramo del descenso fue ordinario. Pronto la penumbra y la marea, ajenas a las parvadas de estrellas, cobraron autonomía. Pero el halo de claridad que emitían las lámparas se deslizaba con gracia entre la espesura. Y a su paso algún cuerpo abisal huía a pesar del pasmo inicial.
Entonces surgió en él la claridad que el entorno no concedía, que no le era dado conceder. Y el mal, que se instala a través de las fisuras, encontró un resquicio apenas se asomó un hilo de luz, y estiró sus dedos desnudos y tensos como hilos de araña. Recordó las mañanas de julio en que desayunaba con su padre en la playa, mientras despedazaban una hogaza y alimentaban a los peces que vivían al margen del arrecife; la mañana en que por fin entró al mar y se dejó arrastrar por la corriente sin notarlo, hasta rozar las murallas del acantilado; las puestas de sol que devoraban todo a su paso y doraban las nubes bajas; las piernas largas y sólidas de la primera mujer que comprobó que era bien parecido. Vio al otro lado del cristal, sin duda, un cardumen inquieto, todos de su propio color, y un banco de medusas que se sumergía en una columna púrpura y luminosa, arrastrando cardumen y color y piernas luminosas y el olor del pan.
Bajo la presión no sintió la sangre escurriendo de los oídos ni la que lloraba ni el sabor metálico subiendo a la lengua. Cuando sus pulmones colapsaron, mientras seguía los destellos rojizos en la cauda de una aguamala, no pudo ya arrojar el grito del último estertor.