Yo no lo sabía pero la mujer me dijo que lo hiciera, que el libro de San Cipriano no fallaba nunca.
Para obtener tu amor eternamente, alimenté al gato con el corazón de un pichón inmaculado, le di vueltas al cuello hasta que logré desprenderle la cabeza, tomé la cuchara con la que te haría el potaje. Le saqué los ojos, aquellos ojos grises que resaltaban la luz de luna llena. En el cuenco coloqué las habas que robé de tu propia huerta.
Lo enterré en la tapia del cementerio viejo. Durante 28 noches lo regué, no me importaron ni las bestias ni los demonios que intentaron detenerme. Estuve siempre cuando sonaban las campanadas de la media noche, decía el embrujo y con mi propia orina regaba al gato: a mis ganas de tenerte.
Vi crecer la mata extrañamente espinosa, vi salir las flores marchitas y las vainas de habas nuevas. Las recorté y esperé a que el sereno las secara, entonces hice aquel polvo mágico. Te vi limpiar el plato, comerte todo aquel caldo como un manjar desconocido. Y eso era.
Te levantaste, me besaste como jamás lo habían hecho, me poseíste, toda yo me entregué a tu cuerpo, tú a mi voluntad. Mientras me embestías dijiste “te amo”, y esas palabras antecedieron a tus ojos perdidos, a tu cuerpo lívido.
Nada más volvieron a decir tus ojos ni tu cuerpo. Me pertenecía tu amor para siempre, un para siempre triste que duró apenas ese instante luminoso.