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Una piel que no fue nuestra

Insistí en comenzar de nuevo, en saludarte como si no nos conociéramos, en evitar preguntas absurdas que revivieran memorias obsoletas y que alimentaran el miedo.

Insistí en vigilar la noche desde el lugar aquel donde tracé dos círculos concéntricos: uno para ti y otro para el infinito abismo de ilusiones, tumor de ciegos.

Pero el daño ya está hecho. Me pregunto si aún puedes sentir en mi habitación el hedor de la madrugada en que me dijiste una y otra vez que mi único refugio era mi sombra y no la tuya.

Yo también me cansé de esperar. Este vicio se vuelve familiar cuando le pertenece a más de uno y ya no éramos dos los que esperábamos, tampoco tres o cuatro. El suelo parecía moverse pero no te dabas cuenta de que aquello era una alfombra viva. Mientras nos besábamos sentía pasar por mis piernas una ansiedad de escalofrío; tú ni siquiera me mirabas, permanecías distraída con tus uñas clavadas en mi espalda y de tu boca salía un ejército de cucarachas que en cuestión de minutos había invadido hasta el viejo testamento.

Después ya no pudimos respirar. Entonces fuimos dos amantes sepultados bajo el cosquilleo y la viscosidad de aquellos desagradables seres que lijaban los últimos rastros de una piel que no fue nuestra.

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Lleguemos a un acuerdo, tú me lees, yo te escribo. «Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo y yo me sentía como un nómada fracasado, de esos que van a todas partes sin llegar a ningún lado.» Escribo «adios» sin acento para que no suene a despedida.
Ilustrador. Soñó que se caía, pero se agarró de un lápiz.
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