¿Carece todo de sentido? Los árboles pierden hojas.
Primer verso. Tacha. “Inconexo” al margen. Mira el charco de flores de jacaranda por la ventana, y cae en cuenta de que “charco de flores” al menos no es una obviedad. Y la pregunta retórica… “Si puedes responderla con un simple ‘no’, entonces no preguntes”.
Arranca de nuevo.
Esos troncos casi sin vida florecerán en el verano.
Golpea la página tres veces con la punta del lápiz. Murmura; no llega a cacofonía. Pero casi, como si casi quisiera escribir, casi quisiera que la imagen tuviera cuerpo, casi intentara mostrar el declive y la esperanza, casi se comprometiera con su escritura. “Está como flojo”, y se ríe.
Traza una curva en la esquina de la hoja. La superficie rugosa de la mesa resiste al paso del grafito. La línea se rompe, natural y juguetona (quiere creer), con una piel áspera. A esa curva sigue un caudal sin orden pero bajo el que se lee un ritmo. Y luego un movimiento veloz, un despegue inquieto del papel, un calor ansioso de vértigo, un monstruo que se sacude los lomos y se desliza hacia una página y otra y otra.
Alto. Al pie de la página, en medio de una sonrisa: “Creo que hoy no escribiré el poema que haga que las personas se quiten la ropa”. Pero sin duda quiere dibujar con esa desnudez, sin parar hasta encontrar la noche recostada.
Vuelve a la página. Una flecha se dispara desde el corazón de su última frase: “Ripioso, o pereza de vocabulario”.