Se sienta siempre ahí, en el sillón rojo lejos de la ventana. Es el lugar más cálido de la casa. Ahí puede pensar mejor. Piensa en el día que tuvo y en el que tendrá mañana. Su tiempo está hecho de pensamientos y entre uno y otro de repente la mente se le escapa. Dos minutos de libertad, de pensar sin pensar. Es entonces una fuga, un movimiento súbito dentro de una armonía que brinca de un sonido a otro. Es lo que hace que se convierta en música sólo por dos minutos. Su momento más inmóvil y más dinámico. Su dosis de vida, de descontrol.
Esos dos minutos al día son plenitud absoluta. Cuando regresa de su paseo diario viene con una leve parálisis que lo aleja más de la ventana. Un par de días más tarde se recupera sabiendo que esa pausa en los músculos vendrá de nuevo. Él vuelve ausente pero con una certeza de que la suma de los dos minutos de cada día le dan la felicidad continua. Sabe que los hábitos nos hacen humanos, que la costumbre de un comportamiento repetido nos acomoda en el mundo y sólo ahí se puede vivir. No en los dos minutos sin los que sería imposible seguir viviendo.
Dos minutos en los que el juego entre un contrabajo, un piano y una batería pudieron cambiar el destino de una pieza. Dos minutos en los que el aire exige ser expulsado del cuerpo con fuerza. Exhalar como la rebeldía de romper la comodidad de ser quien se es cada día. Pero la exactitud matemática de los dos minutos, de la vida breve y el gozo fugaz, lo convierten en un ser extraordinario que se asoma unas pocas veces en la cuenca de sus ojos. Dos minutos son una melodía completa.