Cierro los ojos para continuar con mi búsqueda, cierro los ojos, completo uno de los rituales que aprendí y navego entre los portales que me llevan a los diferentes infiernos. Hay una infinitud, pero a estas alturas ya sé diferenciar aquellos que están habitados cuando menos por una sola alma. En la mayoría hay miles de penantes. Sólo puedo hacer el viaje (en el que unas delicadas venas espirituales me anclan a la vida) una vez por noche y después tengo que dormir durante todo el día soñando, casi recordando, cómo mi carne se desgaja visitando el inframundo. Así he vivido años buscándolos a ellos, muy a pesar de mi salud. He dilapidado toda mi fortuna y he hecho uso de las artes más oscuras. Finalmente llego a un infierno en donde percibo una presencia familiar. Veo con tristeza sus almas deterioradas, sus rostros que vi tantas veces sonreír y reír. Los veo sufriendo y me dan tanta lástima que por un instante me dan ganas de abandonar mi propósito. Pero es demasiado tarde, mis enemigos no merecen tan poca cosa como una eternidad de sufrimientos. Mis enemigos, aquellos a los que tuve que asesinar con mis propias manos y a los que ahora vengo a destrozarles lo que queda de sus almas.