En el jardín era diciembre; el frío traspasaba la tierra.
Quizás era la escarcha, la tristeza o la inmensidad del silencio.
El paso de las sombras.
Los nombres perdidos en la tierra.
De ninguna semilla se habían logrado abrir los tallos.
Decidió que ella misma compraría las flores, aunque no daría una fiesta como Clarissa Dalloway. Serían para ella y el jardín; las haría crecer sobre el terreno infértil.
No era la primera vez -aunque siempre esperaba que fuera la última- en la que lograra rebasar los límites de lo que creía imposible.
– Llenaré este jardín de flores, se repitió.
Era un buen día para comenzar.