La luz devora la oscuridad, se alimenta de ella y nos regala sombra. Luego nos dice que las sombras son malas por ser oscuridad. Nos aleja tanto de ellas que nos forzamos a no verlas cuando caminamos. Y ellas, desoladas, van tras nosotros y a penas alcanzan a rozarnos las suelas de los zapatos.
La luz es esquiva. Se nos esconde detrás de lo que nos muestra, nos distrae con las cosas, con su pasar a través de cristales de colores, con tal de que no la veamos. Y su temperamento es terrible. Siempre enojada, siempre nos grita en un callado haz que revienta al mundo. Su mal genio es inigualable, se pone tan furiosa que es capaz de hacer implosión en unos segundos y explotar al poco rato. Cuando esto nos ha pasado –porque ella pasa sobre todos nosotros– el cielo se extingue tras una nube monstruosa que imita en la forma a algún ser vivo que nace de esporas.
Por si fuera poco, la luz nos hace víctimas de las estrellas: chispas siderales que ni siquiera están ahí, que están a años luz, donde el tiempo y el espacio son tan lo mismo que no son nada. No se puede confiar en la luz, ni siquiera la luna es como la pinta: su brillo es del sol, a ella le ha arrancado la oscuridad también.
Vivimos con la luz como verdugo. Sea por una rendija, por una mañana, por lo artificial de un foco, por la brillantez de una idea. Nos acosa, nos persigue y ya exhaustos momentáneamente la apagamos para tener un poco de oscuridad.