No me gustan las galletas de limón. Ni los dulces de menta. Por eso le dije que no. Pero tenía panecito de chocolate y unas paletas de fresa. Entonces me cayó bien.
Iba después de la escuela. Siempre pasaba rápido, me acariciaba la cabeza y me daba mis dulces. A veces me llevaba latitas de refresco de uva y papitas. Me decía que eran para el recreo de mañana. Un día me dio un cangrejo y un pescadito de peluche.
Me emocionaba si veía su carro cerca de la escuela. A veces también les daba dulces a mis amigas. Una vez nos dijo que éramos las niñas más bonitas que había visto. Que con nuestras faldas verdes parecíamos sirenas. Y saqué el pescadito de mi mochila y jugamos a encontrar tesoros en el mar del parque.
Un día me dijo que sabía dónde estaba el cofre del tesoro pirata. Me preguntó si quería verlo, que podía escoger lo que me gustara. Me dio la mano y me fui con ella. Caminamos unas cuadras y nos fuimos en su carro. Llegamos a una casa. No me dejó ver la pecera de la sala, me jaló al patio y me sentó una banca.
—Sé buena con el señor, sirenita: llévale este vaso.
Le sonreí con el vaso helado que apenas me cabía entre las manos. Se sacudió el vestido negro y se sentó. Encendió un cigarro y me vio regresar a la casa. Creo que fue lo último que escuché.