Prendí un cigarro afuera de esa fiesta que, de no ser por tu presencia, hubiese estado muy jodida.
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Fueron más de dos horas mirándote adentro, mientras bailabas y besabas a alguien que te veía más el culo que los ojos.
Logré hacerme tan pequeño como para entrar y ahogarme en el vaso rojo. Pero ahí seguías, bailando al alcance de mis ojos hundidos en ron barato.
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Ya era de madrugada.
Pisé el filtro contra la banqueta, y sentí tu voz golpear mi piel.
Oye… ¿tienes luz que me prestes?
Cerré los ojos y antes de contestar pensé: eres un pendejo.