Un tedio insoportable invadía la terraza aquella tarde, el sol estaba en pleno clímax y calentaba las lozas del patio trasero. Ni siquiera daban ganas de fumar un cigarrillo, la sed era mucha; sin embargo, ese aire somnoliento que caracteriza a los pueblos me impedía levantarme de la hamaca. Todo mi cuerpo estaba envuelto en esa especie de capullo. Sólo uno de mis pies permanecía afuera, apoyado sobre una de las tibias lozas, para impulsar el movimiento que arrullaba aún más mi conciencia hasta desaparecerla por completo.
A esa hora ni Dios trabaja, todos los negocios cierran para hacer la siesta, algunos duermen en sus mecedoras que adornan los porches de tiendas y casas. Todo estaba destinado a permanecer en silencio si no fuera por el ruido del motor de una vieja camioneta que se estacionaba a unos metros de ahí. Debía tratarse de don Pascual, un tipo sordo de nacimiento que vivía de la venta de ladrillos cocidos. A los pocos segundos tocaron el timbre, aquella monotonía se veía castigada por los sonidos viscosos que proclamaba aquel hombre.
Abrí la puerta y el viejo, sin perder la costumbre, se quitó el sombrero. El sudor le chorreaba por la frente llena de surcos, luego le seguía por los ojos que tenía que secar con aquel pañuelo que guardaba con recelo en la bolsa del pantalón.
Sin decir una palabra, don Pascual me entregó un sobre que parecía haber pasado por varias manos. El cuerpo le temblaba y el sudor no disminuía, incluso su camisa transpiraba una sofocante angustia.
La situación empeoró: mientras sacaba la carta del sobre, el viejo empuñó una pistola y apuntó directo a mi cabeza. El silencio también volvió… Lo último que pude ver fue el sol ardiendo, reflejándose en aquel líquido rojo que calentaba aun más el suelo.
En la carta se leía en letras rojas: «¡Hasta aquí llegaste, puerco!».