Decían que no me asomara mucho… que al llegar allí me rodearía de moho y humedad, que mi boca se sabría a manubrio de bicicleta, que mis piernas se harían hilitos jalados por una fuerza interna emanada de la tierra, esa que llaman gravedad.
Pero el aroma a tierra mojada me recordó cuando por las tardes corría por la azotea luego de que mi madre echara agua a las plantas. Entonces corría descalza y sentía la tibieza del piso y una que otra piedrita lastimando mis dedos. Así, recorriendo con mis pies los recuerdos de mi infancia, fue que llegué a sentir el aire a contracorriente. Toda esa ráfaga hizo que tu sabor regresara a las papilas de mi boca. Estaban equivocados: en mi lengua no está el sabor a fierro, me sabe a ti, a vainilla y a vino tinto. Mis brazos parecen buscarte como cuando te pido que estreches mi cuerpo contra el tuyo, algo los obliga a alzarse y a acariciar con las yemas de mis dedos ese viento que sigue volándome el cabello. Mis piernas, más livianas que otros días, dejan que mis pies se muevan con tal soltura que incluso me doy el gusto de estirarlos hasta oír crujir cada uno de sus dedos. Abro los ojos y no me da miedo, sé que estar contigo es como tirarme a un precipicio.
No es que me sienta atraída por la destrucción, es que la espiral de lo incierto mantiene flotando mi cuerpo.