Nadamos profundo envueltos en las olas de petróleo. El agua espesa nos cobijó en un inmenso mar oculto, dejando al descubierto el temor de los sentidos. ¿Hacia dónde nadas cuando no puedes ver?
Miedo, incertidumbre, una presión insoportable en el pecho y desesperación por no poder respirar. Somos dos peces perdidos en un destino impreciso; la diferencia es que mis ojos son más grandes y brillantes, atentos a la más mínima señal de libertad. Los tuyos, en cambio, están menos despiertos y temerosos. Las probabilidades de que perdamos el rumbo, de que tú navegues hacia el sur mientras yo muevo mis aletas mar adentro, empiezan a ser infinitas.
Dejaré que la corriente se encargue de mí, te veré flotar sin esperanzas ni regreso. Esta vez no morderé el anzuelo; si la decisión del mar es que debemos separarnos, preciso confiar en mis instintos y permitir que la marea se adueñe de mi alma fría y escamada.
Tal vez, en otro océano más claro, nos volvamos a encontrar.