Por andar buscando frutos más grandes y jugosos no encontraba la forma de regresar a aquel lugar donde había crecido. Estaba en otro espacio, en otro lugar. Fue así como se dio cuenta de que ya estaba muy lejos de esa bugambilia en la que tanto había danzado, en la que su pico se había entrenado.
No reconocía ningún árbol, ninguna cara, no había ventanas ni edificios. Ya no estaba ese vecino barbudo que se asomaba por la ventana para dejarle un poco de semillas mientras aventaba con la otra mano las cenizas del cigarro con el que daba la primera bocanada del día.
Ya no estaban ellos, los que tenían alas como él. Cantaba y nadie le devolvía el saludo. Sólo un eco. Lágrimas negras parecían rondar esos ojos con los que aprendió que cuando las nubes se tornaban rosas era hora de resguardarse. Es verdad, se asomaron algunas y con ellas el cansancio. Su pequeño corazón se agitó al recordar todo lo que había visto de camino a la nada; sin embargo, también supo que había más velocidad en sus alas que la que había utilizado todos esos meses para volar hacia el otro lado de la calle.
—Voltear hacia atrás no es tan malo, sólo debes evitar que la nostalgia te inunde. Te lo digo yo que he echado cientos de veces mis alas hacia atrás— era parte de lo que recordaba cuando se acercó aquel colibrí que parecía estar suspendido en el aire. Era el aliento que necesitaba.
Estar lejos del asfalto y de esos perros que no hacían más que perseguirlo le enseñaba que otras cosas más desaparecían para enseñarle alguna otra: el hollín que opacaba su plumaje al fin se había ido; también se dio cuenta de que el morado combinaba perfecto con los destellos azules de su dorso; en su cola había un rojo discreto, todo él brillaba, todo él aprendía por fin a volar.