¡Vuelve a tocar esa canción! Una voz en off parecía comandar la función de esa noche. En cabina daba la impresión de que esa frase rebotaría en ecos sin sentido. Era de esos días malos en los que las ventanas cerradas y una luz parpadeando eran la muestra de que el ver la misma escena una y otra vez habían agotado su paciencia, su sincronía. ¡Que le des replay! ¿No entiendes? Ese mandato había cambiado de un tono suave a uno rasposo, ardiente. Seguía sin saber por qué disfrutaba que otro entendiera esa íntima complicidad.
Muéstrales que te has hecho inmune a mis deseos, que somos un simulacro de afectos, no más. Pero ella, la que aparentaba someterse a voces ajenas, era la que tenía más que decir y menos que explicar. Ella, abierta a sus necesidades pero aséptica a otras exigencias, había entendido que bastaba un movimiento para poner a funcionar esa farsa, que en su cabello se borraba el origen de los hilos de esa algidez que la sobrepasaba.
Abajo en las butacas se encontraban el pasado y el futuro, invitados de honor a la muestra en escena de su más ferviente aprendiz. Mientras, en ella se veía el candor del momento; sus mejillas encendidas dejaban ver que disfrutaba recordando el desvelo de unas manos que la aprehendían y de las que fácilmente podía desprenderse al bajar sus brazos, los mismos con los que abrazaba al ser del otro lado de la cabina: él, el que cerró la ventana fastidiado de las promesas salidas de su lánguida y pérfida voz. Ella, que a conveniencia ha sabido llevar el vaivén de un anhelo a tierras de hechos en concreto, es quien les guiña el ojo a los tiempos, pues sabe bien cuándo terminará y hasta dónde llevará ese ritmo triangulado.
