Confundida por el olor te sigo hasta la calle que no tiene nombre.
Volteo para ver si alguien nos sigue y creo que estamos solos.
Te busco de lado a lado con la mirada, pero el muro de piedra gris me ha cortado el paso.
Sigo caminando contando mis pasos, escuchando cómo los tacones hacen eco en las paredes.
Ya antes he estado aquí, pero no sé cómo y tampoco sé por qué.
¿No te pasa que crees haber vivido ese momento una infinidad de veces?
A mí me pasa todo el tiempo, incluso veo al gato negro repetir su coreografía alargando la cola por la banqueta y escurrirse hasta que sólo veo la sombra.
Pero sigo sin conocer el lugar, aun cuando todo —las grietas, los colores,
la luz melancólica del farol—, me parecen tan familiares.
¿Será que mis sentidos me han gastado una broma y realmente nunca estuve ahí?
Nunca caminé por esa calle, nunca te olí, nunca fue de noche y el gato escuálido y
arrepentido es aquel gato que se le apareció muerto a la vecina al pie de su jardín.
La psicóloga me ha dicho que tengo alterada la memoria, que por eso creo que veo cosas que ya viví. Yo creo que más bien son recuerdos de mi otra vida, de mi vida junto a ti.
Eso lo sé porque cada vez que llego a la esquina después de seguir al gato reconozco el ruido del tren, el que pasa por tu casa todos los domingos por la mañana. Me paro en la estación, tomo el primer vagón y llego hasta donde tú estás.
Aún no te conozco, no sé tu nombre ni cómo nos conocimos, no tengo idea de cómo tomas el café ni si prefieres leer el diario o ver televisión en la cama, pero te veo y sé que he estado ahí.
Te veo y sé que ya te viví.