Oí gritos y a una persona toser a mi espalda.
Perdí la cabeza; no quería morir ahogado por la multitud. Corrí todo lo que me dieron las piernas, jadeaba. Atravesé el lugar y me escondí en los baños. Quedaba todavía una bala en mi revólver.
Recuperé el aliento. Reinaba un silencio extraordinario, como si los chillidos de esta sociedad convulsiva se callaran expresamente. Me puse el arma frente a los ojos, vi el agujero negro y pensé cómo la bala atravesaría mi cerebro: vería la pólvora expandirse por el aire antes de quemarme la cara por completo.
Volví a escuchar pasos. Cuchichearon un poco antes de gritarme que abriera la puerta. Alguien se acercó silenciosamente y trató de quitar la cerradura. Aunque tuve deseos de dispararles, me contuve. Esa última bala era para mí.
No entendía por qué tardaban tanto tiempo. Escuché que tomaban un objeto, no faltaba mucho para que empezaran a golpearlo contra la puerta y tirarla. Si me encontraban iban a golpearme, a tirarme los dientes y a reventarme alguna costilla. Yo no tenía su dinero.
Me apresuré a poner el cañón en mi boca, sudaba… Lo mordí fuerte pensando que así, al sufrir el impacto, la bala no se iría para otro lado. Pero no pude tirar, ni siquiera pude poner el dedo sobre el gatillo. Todo era silencio de nuevo.
Entonces tiré el arma y les abrí la puerta.