A los dos años de edad, cuatro momentos quedaron para siempre en su cerebro como gifs perpetuos y palpitantes que habría de recordar todos los días a la misma hora. En el mismo orden.
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La tormenta llevaba ya dos horas buenas de pánico semi oscuro y la madre seguía aferrada al cristal de la sala como una mosca terca, como si no fuera peligroso, como si los vidrios de aquella inmensa ventana no fueran a destruirse en cualquier momento.
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Antes de elevarse por el aire, antes de ser succionado por la voracidad de la tormenta, su hermanito de 5 meses giró dos veces sobre su propio eje y golpeó con su cadera de forma violenta el viejo columpio metálico. No alcanzó a llorar ni la madre a salvarlo.
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El niño volvía a gritarle pero el viento flagelaba la casa con tanta violencia que era imposible que lo escuchara. La madre, con ese pelo café que brillaba con el sol y cuyos pezones contenían el sabor mismo de la dicha, iba a morir ante sus ojos.
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El niño seguía insistiendo con los gritos mientras las ventanas se rompían y entraba una bocanada de tormenta: un grito de muerte, viento, ramas, hojas y agua sucia recorrió la casa en un segundo, en el segundo en el que el instinto del niño decidió por él y subió la escalera, se encerró en el baño y gritó hasta que todo se llenó de silencio.
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De un silencio que lo acompañó el resto de su vida.