Me lastimaba pensar que cada vez que la besaba con la mirada, mi cuerpo se hacía viejo y se alejaba la hora de poder hacerla mía.
Esa ilusión de poder drogarme con sus labios no era más que un cuento mío, producto de la necesidad de recorrer su cosmos, de darle nombre a cada una de sus estrellas: esos puntos que llaman pecas y que yo podría unir pacientemente, con la punta de mi lengua, uno por uno.
Desde que supe de su existencia me convertí en un viajero sin regreso, de esos que confunden destino con cautiverio, de los que muerden el anzuelo porque piensan que la carnada vale el paraíso, aun sabiendo que el infierno de sus besos desgarrará su garganta y pintará de rojo el azul del mar profundo. Ese rojo que combina perfectamente con el verde de sus ojos y que se pierde en la selva de su larga cabellera.
Tendrías que haberla visto bailar, era el mismísimo demonio saltando, lanzando con su cuerpo latigazos de fuego, castigando mis ojos con su belleza inalcanzable.
Si tan sólo el viaje hubiera sido menos tenso, si mis manos no hubieran tenido tantos instintos, habría entonces pintado de azul el suelo donde ella pisaba para poder caminar los dos juntos.
Pero ella nunca me habló, no supo de mi existencia. De haber sido así yo me habría sentido como un pez blanco, de esos que se ahogan en copas de vino.