El viejo acaricia sus barbas con impaciencia y me mira confundido perdiendo definitivamente el hilo de la historia. Algo aturde sus procesos, algo seca su saliva amarillenta y profundiza sus arrugas que son cicatrices de las que ya no se acuerda. Sus manos tiemblan buscando viejas carnes como arañas enfermas y van palpando la mesa con la timidez de un ciego hasta que finalmente alcanzan el paquete de cigarrillos.
Hay un respiro, un retorno; vuelve el hilo apenas la mano rescata el cigarro y lo lleva a los labios áridos, se toma un trago de cerveza mientras la habitación se llena de humo y la voz emerge radiante, precisa y afinada con la suavidad de la historia. Acaricia de nuevo sus barbas y describe con precisión milimétrica el estampado de la falda que ella tenía la primera vez que le mostró las bragas.