Skip to content

Ciclos

No era la primera vez que sentía que podría cortarme con la navaja de la rasuradora. Mientras me veía al espejo, imaginaba que alguna vez mi mano cobraría vida propia y se dirigiría con la navaja directo a mi yugular y que la sangre, como un chisguete a presión, haría que la pared detuviera ese instante en forma de manchas pardas. Pero la sangre no sería suficiente; comenzaría a cortar la piel de mi cuello, más capas, más músculos, venas y vasos. Mi cabeza, satisfecha de haberse deshecho de su cuerpo, rodaría por el piso buscando una salida; presa de su propia superioridad buscaría la forma de no ser devorada por la fauna necrófila.

Días enteros pasarían antes de que hormigas y cucarachas empezaran a rondar mi cuerpo. Luego, las ratas –atraídas por mi fétido olor– devorarían un brazo entero, el otro, las piernas, mis pies, mi tórax… ya no quedaría nada de la carne que cubrió mis huesos y en la que tantas veces llegué a sentir mis vellos erguirse.

Finalmente mi rostro se revela. He acabado este ritual de quitarse vellosidad de la piel. La tentación de la eternidad comienza a esparcirse por mi mente. Ya no me da miedo convertirme en el banquete perfecto para aquellos pequeños organismos acostumbrados a la descomposición.

 

Escritora. Escribe para no olvidar(se). Escribe recordando que las letras divagan entre libros e imágenes, por eso se apresura a aprehenderlas. Escribe porque le atraen los instantes. Escribe porque le desespera esperar. Escribe aunque su letra sea todo menos bonita.

Anterior
Siguiente

No pares, ¡sigue leyendo!

El polvo de las estrellas

Amor y amistad

Dos estrellas cayeron del cielo un día. Estaban en lo más alto y sus descensos fueron vertiginosos. Eran de mundos diferentes y opuestos,…

Volver arriba