Pudo haber un lugar perdido dentro de toda la extensión de Europa donde una mujer esperara a un hombre; lo más probable es que se tratara de una estación de trenes y que ellos estuvieran enamorados. Por supuesto esto es imaginería mía. Pienso que los trenes, aunque solían ser el estandarte del progreso, ahora son la viva imagen de la nostalgia y que, como ocurre en muchas situaciones amorosas en la literatura, este amor que cuento se alimenta de ella. Por eso los trenes, Europa y el invierno.
Entonces esta mujer, como lo supongo, se encuentra sentada en una banca, cubierta casi por completo con un abrigo largo y una bufanda. El sombrero que llevaba la ha hecho sudar un poco, así que se lo ha quitado y ahora lo sostiene contra su regazo. La veo sintiendo el frío sobre su frente mojada, limpiándose con la bufanda y volviendo a colocar sus manos encima del sombrero para que el fuerte viento de enero no se lo lleve. La brisa la tiene abrazándose a sí misma de vez en cuando y susurrando palabras en un idioma que no logro entender, pero comprendo el gesto.
Hay una guerra derrumbando a Europa, y esto le preocupa más aún porque él está allá, lejos, en ese otro lugar que es la guerra y no su casa. Sin embargo, a pesar de que ella le ha dado vueltas a la idea de no volver a verlo, el tren llega puntualmente con él a bordo. Al reconocerla, desciende del vagón para ir a su encuentro desesperadamente; tanto, que ha olvidado su abrigo. Ella lo cubre con la bufanda al darse cuenta y se dan un beso prolongado. No imagino el sufrimiento que la guerra ha provocado pero los veo felices, yendo tranquilos a casa. Apenas puedo ver unas siluetas en mi imaginación, pero no podría darles otro final.