No recordaba su nombre. Se me había escapado de la memoria, como toda ella. Y casualmente me la encontré. Su imagen, su presencia, me llenaron de nostalgia y me hicieron regresar a la época en la que vivimos juntos, literalmente. Aparecí en aquella misma casa, ante la pared asquerosa y llena de grasa de la cocina y el mueble viejo de la sala. Realmente estaba ahí, dando la espalda a las escaleras. Fue el día en el que llegó y se le cayeron las bolsas del mandado antes de entrar. Yo lo sabía pero no pude salir, algo me lo impidió. Hasta que gritó mi nombre salí a ayudarle. Estábamos siguiendo el guión al pie de la letra, y no pude hacer nada para cambiarlo. Ni siquiera podía controlar hacia dónde mirar. Pasamos una maravillosa velada, cena, charla de sobremesa, una película en video, sexo. En la noche mi cuerpo durmió, pero mi mente no. Me era imposible, aun concentrando toda mi voluntad, abrir los ojos. Sentí su aroma, el efecto de sus movimientos esporádicos en el colchón. Supe que no la amaba, no en realidad. Vi también mis sueños, nada importante, unos paisajes naturales. Amaneció. No estaba yo cansado, sino aburrido. Los días transcurrieron uno tras otro, con una carga cada vez mayor del tedio de una relación sin sentido, hasta que viví de nuevo nuestros últimos días, el rompimiento y el adiós. La puerta se cerró. Sentí un gran alivio al pensar que todo había acabado. Oscuridad. Abrí los ojos. ¡Oh, Dios mío! Yo estaba de nuevo ahí, dándole la espalda a las escaleras, esperando escuchar el grito de auxilio por el mandado tirado en el suelo. Las frutas rebotaban aún cuando abrí la puerta. Una lata de sopa rodaba hacia mis pies. Ella, agachada, tratando de levantar una bolsa de panes.
