No logró volver, creyó que su cabeza era fuerte y que nada podía dividirla. Olvidó que era un hombre, uno más entre millones. Al principio todos lo admirábamos, nos impresionaba su capacidad de moverse en el filo, en las fronteras de la cordura, siempre en los límites, en las líneas últimas, el los puntos suspensivos.
Era brillante, tenía una memoria portentosa, las matemáticas se le daban con tal facilidad que los profesores comenzaron a ponerlo aparte. También tenía un buen corazón y era buen amigo, sin embargo, era también en exceso sensible, las manos le sudaban todo el tiempo y tendía a morderse las muñecas, mismas que escondía usando mangas largas: ansia era lo que lo dominaba, un ansia inexplicable, parecía que al mismo tiempo que quería vivir a tope también buscaba todo el tiempo cruzar la línea de la vida.
Y entonces comenzó a alejarse, no podíamos ya acompañarlo. Dejó de ir a la escuela y un día supimos que se había perdido, para cuando lo encontraron, el amigo que habíamos conocido ya no existía, ahora era un muchacho quebrado, partido por todas partes, multiplicado en cientos de reflejos, en decenas de rostros y pensamientos; un ser convertido en polvo de cristal.