Mi pensamiento tiene cola. No es tan larga como para que otros la pisen, es del tamaño proporcional a su delirio de persecución. Por decirlo así, se ha retorcido del dolor al llegar de nuevo a esa noche en que creyó haber tenido la peor experiencia de su vida. No es la primera vez que le sucede, algunas veces utiliza ese método para que el mareo lo regrese de inmediato al instante presente.
Mi pensamiento se restriega por los dulces terruños del pasado, se azota por las esquinas del cuartito 4×4 del drama. Luego se empalaga y le da por ensoñarse, el cerebro reacciona y pide cafeína. Preparo una taza de medio litro y poco a poco se deshace el caramelo que ha dejado a su paso.
Frecuentemente confunde el hambre con la ansiedad. Abro el paquetito de donas azucaradas y las devoro. Me como una mandarina, tomo agua de jamaica y lleno mis cachetes con un puño de cereal. ¿Quién dijo que las penas con pan son menos? Vil mentira, sólo hizo que comiera más, no me lleno. El hámster que acciona la ruedita de juego del pensamiento se queda esperando más provisiones, pero ya no quiero que juegue, quiero que ambos se duerman, quiero dejar la mente en blanco. Entonces me voy por un helado; el frío le llegará a la coronilla y, al menos por cinco minutos, ambos, hámster-ruedita- pensamiento dejarán de chingar.