Bajó el vaso. Parpadeó dos veces y recorrió con la mirada a esos que llamaba amigos. La luz de la sala se tornó más cálida. Sus orejas se encendieron con el rojo del licor. Sus glándulas salivales funcionaban a marcha forzada cuando, como una montaña rusa invertida, su ánimo de borracho se convirtió en virtud ebria. El cuerpo, ahora ligero, se transformó en contenedor de una alma curiosa, amorosa y vivaz. La lengua movediza comenzó a trovar con gracia, a soltar coros y a lanzar cumplidos sinceros. Fue completamente consciente del nacimiento de esa nueva persona. Ese que sentía, a diferencia suya, además de cada instrumento y nota musical, la intención del cantante y el alma de la orquesta. Aquel que con ritmo cadencioso y sonrisa estática, bailaba aunque no bailaba. Respiró el aire de la ciudad y fue capaz de absorber el aroma de los árboles y el pasto en las aceras. Se acercó a sus amigos y les espantó las penas. Les dijo lo que eran y el potencial que tenían, les alabó sus gracias y se ofreció para acompañarlos a cargar y enterrar sus miedos. Los hizo sonreír y logró varias carcajadas. Sintió incluso la capacidad de leer el cigarro y creando analogías y metáforas de fuego y ceniza fue capaz de encantar a cada uno con lo que le deparaba el destino. Se sintió muy bien. Con cada sorbo nuevo de licor la lucidez le abrazaba el alma. Sintió el amor, lloró de alegría, cantó, abrazó, prometió y vivió. Liberó todas sus ideas y encarceló todos sus temores y vergüenzas. Se convirtió en una mejor persona.
Cuando todos se fueron y quedó solo acompañado de El ratón de Cheo Feliciano, se dirigió a su cuarto. Se detuvo junto a su cama, se quitó los zapatos y en voz alta pronunció su nombre. Sabía que era el alcohol el que le había mostrado ese sendero. Mucho alcohol.
Nació cerca de las 10 de la noche y, siete horas después, antes de lanzarse de lleno a las sábanas del olvido, acepta con una sonrisa el fin de su existencia.