A. K. hace lo mismo en cada uno de sus cumpleaños desde que tenía veintidós. Se levanta con todo el ánimo del mundo y se autodestruye en menos de seis horas. Comienza con un güisqui en ayunas y termina ebrio, intoxicado, con fiebre y ensangrentado en la cama de un hospital antes de las cinco de la tarde.
Las historias de esos días ni siquiera son suyas, ni siquiera las recuerda. Con suerte, una que otra fotografía permanece en su teléfono como prueba fehaciente de que le dio otra vuelta al sol.
Lo único que recuerda de cada cumpleaños es el olor a Pinol y el regaño y/o la caricia y/o la cachetada y/o la tomada de mano y/o el susurro y/o el beso de un amigo o un familiar al lado de su cama.
Su pastel de cumpleaños es una habitación sobria en la que no hay cada vez más velas, sino menos personas.