Ayer murió el primero. Creo que más que de sol se murió de angustia, de la lentitud áspera con que pasa el día. Yo se los dije, no es buena idea escapar así. Pero la libertad se alimenta sólo de esperanzas. Van seis días, el rumbo lo perdimos en las primeras horas y los remos los perdimos en la tormenta de antenoche. Después de eso no volvió a moverse más.
El sol estuvo voraz, se evaporó casi toda el agua que habíamos guardado entre los asientos y la quilla, tuvimos que utilizar un trapo para llenar las botellas antes de que el calor nos dejara secos.
El otro murió por la mañana, el calor se le trepó por todo el cuerpo y tuve que darle más agua, casi toda la que teníamos.
A mi más que la sed o la desesperación me mata la culpa, me joden sus gritos de que qué le había dado. Agua, le decía yo, te di agua.
Y de verdad que no le mentía. Cuando vi que las botellas se acababan esperé a que la noche nos tapara por completo, llené una con agua de mar y me esperé a que la sed lo dejara más que ansioso para que diera los tragos más grandes, para que la tomara de golpe. Cuando se zampó la botella comenzó a devolver el cuerpo entero.
Y a mí me empezó a matar esta culpa que antes era una esperanza, unas ganas de libertad, una sed.