El dolor de espalda perenne. La mala noche. El hombro. Cualquier tiempo para el desayuno: escaso, rayano en nulo. A la mano y en el camino, una pieza de pan, la boca seca. El sabor acre de la mantequilla rancia. El hambre.
Cincuenta minutos en el tráfico. Cuarenta en un buen día. Hora y media el día de hoy. Una mirada de desprecio, a veces ni eso: al otro lado del escritorio el aire turbio de la indiferencia. El altero de papeles en la mesa, las notas de pendientes, los recordatorios, los proyectos inconclusos, el café frío, el timbre del teléfono, las emergencias de alguien más, la voz chillona de una secretaria, el tiempo en estampida. Y el barullo al otro lado, en su mar de impostaciones.
Unas horas, las parcas. Unas tareas, las obtusas. Un nuevo aluvión de urgencia: otra tarde perdida. No más: un grito, una discusión, una ofensa, otra en rabiosa corona. La noche en ciernes. La esperanza a la deriva. Y la ira en busca de su camino.
El borde de medianoche. La espera fría. Los dedos serenos tras la espalda. Los ojos navegantes. La puerta abierta en un arco estrepitoso y apenas una sonrisa por respuesta: el martillo se descarga y todo lo que sigue es silencio.