Érase una vez tu espalda que me nació en el escote de un vestido negro para habitar en los despojos de un paraíso. Eran dos tazas de café endulzadas con las líneas de un universo apócrifo.
Le salieron labios y plumas, le crecieron sombreros y piernas, se le formó un cigarro a medio fumar y unos brazos suaves que se deshacían de estertores.
Del tacto nació una complicidad líquida, un abrazo amoldado a todas las formas, un hacérseme agua las ganas de tocar tus muslos, beber tus pies y sentir la resaca de no tenerte en las mañanas de mi vida.
Era el tuyo mi cuerpo redimido: el brote rebelde de la hierba que emerge de las piedras, la sensación recuperada en la punta de la lengua, la mirada redonda que en tus nalgas toma cuerpo.
Me sucedieron tu ombligo y tu nuca como sucede la lluvia al trueno en un afán inevitable de trombarte.
Érase que es tu espalda, y mi mano en tu espalda, que te nació en el escote de un vestido negro.